
Por Alberto Rubén Martínez (*)
La historia es conocida: una oficial de la Policía de la Ciudad, joven, tres años y pico de antigüedad, sube a Instagram y TikTok videos insinuantes con el uniforme puesto, jugando al pool, manipulando esposas, usando su condición de policía como gancho. En uno de los perfiles incluso hay link a una plataforma de suscripción paga de contenido para adultos. La fuerza la detecta estando de licencia médica, le abre sumario, la pasa a disponibilidad y ya todos descuentan que terminará exonerada.
El combo es perfecto para el escándalo rápido: “policía hot”, capturas de pantalla, moralina exprés. Pero si rascamos un poco, el caso obliga a discutir algo más serio: qué puede y qué no puede hacer un policía con su vida privada cuando esa vida privada se cruza con el uniforme, la autoridad y el servicio que presta.
Derechos personales: no todo vale, pero tampoco todo es del Estado
Lo primero que hay que afirmar, aunque parezca obvio, es que la oficial sigue siendo una persona con derechos, más allá del uniforme: derecho a la intimidad, a su vida sexual, a su imagen, a no ser linchada mediáticamente de por vida por una mala decisión o una conducta desacertada.
Que una policía tenga redes sociales, baile, se vista como quiera y hasta haga contenido erótico en su vida privada, sin uniforme ni símbolos estatales, es un tema que entra en el terreno de su libertad personal. El Estado no puede pretender regular el deseo, el cuerpo ni la sexualidad de sus trabajadores. Cuando una fuerza se mete en ese terreno, entramos en la dictadura de las buenas costumbres.
Ahora bien: en este caso no hablamos solo de “vida privada”. La policía usa uniforme, emblemas, esposas y alusiones directas a su rol, y además monetiza esa imagen a través de una plataforma de suscripción. Ahí la frontera empieza a correrse.
El límite del uniforme: cuando la libertad se vuelve negocio con símbolos públicos
El punto delicado es éste: el uniforme no es un disfraz, es un símbolo público. Representa al Estado, a la fuerza y, por extensión, a todos sus compañeros. No es lo mismo subir un TikTok bailando en jogging que hacerlo con el uniforme, con la leyenda “arrestado” y un link a contenido adulto pago. En ese uso hay, objetivamente, tres problemas:
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Uso indebido de prendas y equipo oficial, que las leyes regulan y prohíben.
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Afectación a la confianza pública en la institución, porque el mensaje que circula es “la policía” como producto sexualizado.
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Ánimo de lucro: se capitaliza económicamente un símbolo estatal que no le pertenece a la trabajadora, sino a la comunidad.
Eso no justifica la lapidación moral ni el circo mediático, pero sí habilita a que la institución intervenga, con reglas claras y debidas garantías, para marcar un límite. No se trata de castigar a una mujer por mostrar su cuerpo; se trata de discutir si se puede hacer negocio privado con los símbolos públicos de la seguridad.
Una sanción necesaria… y un doble estándar intolerable
El pase a disponibilidad, con sumario administrativo, como medida preventiva, puede ser defendible en términos formales: la fuerza investiga, aparta mientras tanto y después decide. El problema es cómo y en qué contexto se aplica.
Porque mientras a esta oficial la cuelgan en los portales como “la policía tiktokera hot”, cuesta recordar cuántos jefes o funcionarios fueron sancionados con la misma severidad por:
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usar móviles oficiales para fines personales,
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armar cajas negras con combustible, overtime y adicionales,
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o proteger negocios de comisarías, quinchos y coimas varias.
Ahí aparece la hipocresía estructural: se castiga fuerte lo que da rating y se mira para otro lado en lo que toca intereses pesados. La doble vara es evidente: si vendés tu imagen sexualizada con el uniforme, sos “escándalo”; si usás el uniforme para apretar barrios o blindar negocios turbios, sos “problema operativo”.
La institución también tiene deberes
Si la Policía de la Ciudad quiere tomarse en serio el argumento de que esto “no es libertad de expresión sino preservación del orden público”, entonces tiene que hacer tres cosas que hoy no se ven:
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Protocolos claros y conocidos sobre uso de redes sociales, imagen y uniforme, con capacitación previa. No puede ser que todo se resuelva a puro sentido común y después se castigue retroactivamente.
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Debido proceso real, sin filtraciones interesadas ni condena mediática anticipada. La oficial tiene derecho a defenderse, a ser oída, a plantear si hubo mala asesoría, si entendió la norma, si hay perspectiva de género mínima en el trato que recibe.
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Coherencia sancionatoria: lo que hoy se presenta como defensa férrea del “prestigio institucional” debería verse también cuando se investigan hechos graves de violencia institucional, corrupción o encubrimiento. Si no, el mensaje es que la institución se cuida más de un TikTok hot que una caja negra.
Entre el morbo y la hipocresía, falta política pública
El caso de Nicole V. nos pone frente al choque de dos lógicas: por un lado, una cultura digital donde todo se convierte en contenido y en posible negocio; por otro, fuerzas de seguridad formateadas para controlar cuerpos y conductas con criterios del siglo pasado.
La salida no es ni aplaudir ingenuamente cualquier cosa “porque es su libertad”, ni fusilar en plaza pública a una trabajadora que, objetivamente, metió la pata. La salida es más incómoda: asumir que los policías son trabajadores con derechos, que el uniforme no es un fetiche disponible para el mercado, y que la conducción política tiene la responsabilidad de fijar reglas claras, parejas y coherentes para todos.
Si este episodio termina solo en una exoneración ejemplificadora, habremos logrado lo de siempre: un chivo expiatorio menos en la fuerza y un problema estructural más barrido bajo la alfombra. Si, en cambio, se aprovecha para revisar normas, protocolos, formación, perspectiva de género y coherencia sancionatoria, quizá esta vez el escándalo mediático pueda dejar algo mejor que un hashtag de moda.
Por ahora, lo único seguro es que el uniforme sigue en disputa: entre el derecho de la persona que lo viste, la institución que lo administra y la sociedad que le exige seguridad y seriedad sin doble discurso.
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